miércoles, 15 de julio de 2020

Prácticas del lenguaje

¡A despertar fantasmas! Leé el cuento que sigue para conocer una nueva historia de fantasmas. 

                                              Despertadores


 Suena el espantoso despertador, lo odio… Lo golpeo con el puño pero el silencio dura solamente cinco minutos. El desgraciado vuelve a sonar una y otra vez. No lo aguanto. Lo arrojo contra el placar y escucho ahora el sonido de los vidrios rotos. Aun así, no se calla. Suena, suena, me taladra la paciencia. Me levanto, lo tomo entre mis manos y, cuando vuelve a chillar, le saco las pilas. Me acuesto a dormir. A los cinco minutos, el teléfono. Me tapo los oídos con la almohada pero insiste.
 —¡Hola! —¿Hablo con Martín Abalo?
 —Sí, la escucho.
 —Soy la nueva secretaria del profesor Oscar Bermudez. Usted tenía una reunión hoy a las 9:00 hs. —¿No era el miércoles?
 —Hoy es miércoles señor. Y son las 11:00 hs.

—Es… Es… ¿Podemos recombinar? 
—Dice el profesor que venga urgente y que traiga su despertador: lo va a necesitar para el experimento. 
—Pero… ¿Qué experimento? Si todavía no tuve la entrevista de trabajo.
 —Dice el profesor que ya está contratado.
- Y digo yo que fue el único postulante al puesto. 
Corro a lavarme la cara. Me miro al espejo y sonrío. Mi primer trabajo en un laboratorio. Nunca pensé que lo iba a conseguir tan rápido y sin entrevista. No tengo idea de quién es ese profesor; supongo que es alguien importante, que investiga vacunas para enfermedades incurables, o alimentos del futuro o cualquier otro descubrimiento que cambiará la historia de la humanidad. Y yo, su asistente, seré también importante y los periodistas del mundo me harán reportajes y hasta, posiblemente, escriba el libro: “Lo que nadie sabe del  doctor Bermudez, por Martín Abalo”. 

 Salgo y cuando estoy llegando a la parada del colectivo recibo un sms: “Soy la secretaria del doctor Oscar Bermudez, no se olvide el despertador”. Me lo olvidé. Corro las tres cuadras hasta casa, casi no respiro. Encuentro al despertador sin vidrio. Le coloco las pilas y nuevamente lo escucho chillar. En el colectivo suena cada cinco minutos. La gente me mira mal: la chica que hace globos con el chicle, el hombre que se corta las uñas en el asiento de atrás, el colectivero que frena con hipo. Creo que lo voy a rifar. Llego a la dirección indicada: una casa vieja que parece abandonada. No encuentro el timbre. Suena mi despertador y, de repente, la puerta se abre sola. Camino por un pasillo oscuro y esquivo algunas ratas. El corazón me late fuerte, me tiemblan las piernas. Estoy por dar la vuelta cuando escucho la voz de la secretaria: 
—Siga derecho hacia la puerta del fondo.
 Le hago caso. La puerta se abre y sale a recibirme un anciano bajito y muy flaco.
 —Soy el profesor Oscar Bermudez —dice ahora con la voz de la secretaria. Al ver mi expresión de susto, tose varias veces. —Me presento nuevamente —dice ahora, con voz de anciano—. Yo soy la secretaria con la que habló antes, así todo parece más formal. De joven fui imitador, me presenté en algunos espectáculos pero cuando empecé con los inventos dejé esa profesión. Soy el profesor Oscar Bermudez. ¿Trajo su despertador? Asiento; no me salen palabras. —Le voy a pagar lo que usted quiera, pero, por favor, no se vaya. Necesito ayuda en el laboratorio. Mi nuevo descubrimiento revolucionará la vida y la muerte. Me duele el estómago pero no me animo a moverme
Suena mi despertador. —Bien —dice Bermudez—, trajo su despertador. Ya compré todos los que tenían en stock las relojerías del barrio y según mis cálculos faltaría uno solo para hacer realidad mi nuevo invento. Venga que le muestro. Me lleva hacia otra habitación. Enciende la luz. Sobre una camilla hay un cadáver. Las paredes cubiertas de estanterías, llenas de despertadores. —Disculpe —digo—. Mejor me voy. —Espere a ver si resulta mi invento y luego decidirá si me va a ayudar. Le pido nuevamente el despertador. Se lo entrego. —Está roto pero funciona —explico y salgo de la habitación. —Insisto, no se vaya. Si quiere mire desde afuera. Voy a insertar el último de los chips que hará red con el resto de los despertadores. Si mis cálculos son correctos… sonarán en cinco, cuatro, tres, dos… uno:… ¡Ahora! Suenan a coro uno tras otro hasta llegar a mi despertador. El cadáver abre un ojo, luego el otro, mueve las manos, las piernas y se sienta sobre la camilla. —¡Sí, sí, resultó! —grita el profesor y da un salto atlético de alegría.

—Yo pensé que el señor estaba muerto, que alivio que no era así —digo. —Estaba muerto y lo acabamos de despertar. Esta red de despertadores puede despertar a los muertos. Pero, según mis cálculos, solo pueden estar despiertos por veinticuatro horas, luego vuelven a morir. Siento que me sube mucho calor por el cuerpo y casi me desmayo, pero el cadáver me ataja para que no caiga. Salgo corriendo, mis piernas van a una velocidad que nunca antes habían alcanzado, mis brazos y pecho tiemblan sin ritmo. No miro el semáforo, no miro la calle, solo corro. Una camioneta me atropella. Suena el espantoso despertador, lo odio… Lo golpeo con el puño pero el silencio dura solamente cinco minutos. El desgraciado vuelve a sonar una y otra vez. No lo aguanto. Abro un ojo, luego el otro, muevo las manos, las piernas y me siento sobre la camilla del laboratorio del profesor Oscar Bermudez. Desde ese día soy su asistente. Él me despierta con su red de despertadores cada veinticuatro horas y juntos despertamos muertos para darles un día más de vida.

 Después de leer el cuento  contestá esta pregunta: ¿creés que “Despertadores” es un cuento de miedo? ¿Por qué?

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